La abuela
La habitación en luz atenuada por la proximidad de la noche era interrumpida en su silencio por el quedo llanto de un niño de unos siete años de edad. La cama recibía gentilmente las lágrimas haciéndolas desaparecer en medio de la colcha en la que el pequeño y escuálido cuerpo apenas hacía alguna mella. La primera pérdida de un ser querido es poco comprendida, pero la intuición del significado de la pérdida es pronto reemplazado por el saber que no podrá hablar, tocar, escuchar abrazar o tener alguna noticia de la persona amada.
Esa escena se presentaba a mi conciencia como si fuese ajena , como si por unos momentos se me hubiese permitido salir de mi cuerpo y verme a mí mismo desde arriba, como permitiéndome escapar del dolor por un corto lapso de tiempo. Me encontraba llorando sobre la colcha y mi vista sólo me presentaba los colores de su diseño con las figuras desdibujadas por la proximidad al ojo. Me encontraba húmedo y tibio con el cuerpo doblado sobre sí mismo, esa posición fetal en la que nos sentimos cobijados para llorar, como si se nos permitiese inventar unos momentos como dentro del vientre materno y sentir un poco de protección.
Mi abuela había muerto hacía ya algunos meses y las típicas frases de consuelo de los familiares eran tan ineficaces como de costumbres, pues a ellos tampoco les consolaban, aunque , como siempre. fingían lo contrario para que su autoridad de personas mayores no amenazara con mermar.
No tengo idea de cuanto tiempo pasó después de que dejé de llorar, talvez un minuto, talvez diez, talvez una hora, talvez dos. Mi mente se puso en blanco, no había tiempo, ni sonido, ni espacio ni color, y por el momento tampoco aroma. El tiempo no era un factor, pero en aquel ensueño de protección, muy lentamente, el dolor cedía. EL dolor brotaba de un lado del corazón, pero, como entrando en un cuarto oscuro, el dolor se iba, se perdía, yo dejaba de verlo y él dejaba de ser. La sensación de dolor se atenuó volviéndose nostalgia y esa metamorfosis permitió que el milagro se diera.
En un momento, aquel mundo sin percepciones se llenó de una: un aroma conocido e inconfundible, amado y añorado: el aroma a perfume y a la piel de mi abuela. El aroma me llenó y sin preguntas en mi mente que pudiesen arruinar el momento. instintivamente abracé un vacío. Y para mi sorpresa, el vacío era sensible y tocable y parecía susurrar: """Adiós hijito, no debes ya llorar por mí. """
Aumenté la fuerza del abrazo intentando atraparla y no dejarla ir, pero ella ya se había ido a pesar de estar en ese momento ahí. Había venido a despedirse. El aroma y la sensación pasaron lentamente, y para la noche ella había dicho el adiós que no había podido darme.
Después de esa velada, algo cambió en mí. nunca más volví a llorar por ella. Algo irracional me decía que ella se había ido de mi vista, de mi tacto, de mi oído. Y para poder mandarle un te quiero tenía que cerrar los ojos, los oídos, la nariz, el tacto. Sin embargo, su aroma me visitó varias veces más en la vida. A veces aún lo percibo y susurro:
"Abuela, que grande es tu amor:
el viento también te recuerda"
DAVID DEL REAL